Cuando llega el día y la hora del entreno, cuando sea o donde sea, suele darme el nervio típico del «justo antes».
Eskrima y el nervio que acecha.
Ese nervio acecha en cada clase, en cada seminario, en cada entrenamiento, así desde el principio de mis comienzos.
Un segundo después de ponerme en marcha todo cambia. Vuelvo a mi estado de alerta habitual, desde ahí gestiono esos nervios mucho mejor.
Es una sensación adictiva y no quiero que me abandone. Tras el declive típico del post-entreno (la adrenalina empieza a dejarnos), llega la hora de los temblores, comienzas a sentir las heridas, las marcas que dejó el arma, te sobrevienen imágenes que se centran en un dolor presente (el que escuece incisivamente).
Son recuerdos que han dejando su impronta en un cuerpo que poco a poco ha dejado de ser joven y que aunque asume el dolor y nunca se acostumbra del todo. Así y con especial lentitud, la materia viva empieza a olvidar recuperarse del todo para mostrar con entereza los surcos de la experiencia.
Arrastrar algún tipo de dolencia es típico del que lucha con pasión durante el tiempo suficiente. Es lógico. El cuerpo es limitado, la mente empuja más allá de donde la carne entiende y se desgasta. El movimiento y la experiencia se nutren del pasado, se entrelazan en un no cesar de incidentes y accidentes.
Al final nuestra «esencia» de mil batallas vive un presente diferente al nuestro. Si luchas con armas, si tienes algún tipo de relación con la realidad de lo que supone esgrimir una herramienta marcial, entenderás que «No hay Eskrima sin guerra, ni Arte sin dolor». Así tiene que ser.
Las heridas de guerra, emblemas de nuestro paso por este mundo, son esas señales indelebles que dejan surcos profundos en ese camino que un día decidimos tomar. No es fácil convivir con un cuerpo que te abandona sigilosamente, no es fácil sentir que eres sin ser el de antes.
No es fácil entender que te disipas en recuerdos de una o muchas vidas pasadas y que una herida anuncia un límite, un miedo, un presagio. Evidencias sin reparo de que has venido a este mundo con «un alma vieja«.
Una señal en la piel es una lección que no te abandona. Esa señal adorna un momento que puede ser digno de olvidar, pero que también te conduce irremediablemente a tu presente. Una señal en la piel es un instante, un recuerdo visible, un imagen y una historia que contar. Ser de verdad es andar buscando el equilibrio practicando eso que me gusta llamar»funambulismo existencial«.
Para mi ser Eskrimador es ser capaz de hablar de paz con un arma en las manos. Ser Eskrimador es luchar con toda tu alma en algún momento de tu vida para saber donde estás.
Luchar con todo es relacionarte tan íntimamente con lo que eres, que cuando te encuentras por un instante, deseas perderte una vez más y así por siempre.
No entender de qué hablo es no haber querido entender la lucha y sus consecuencias. Recuerdo ahora con intensidad aquella frase magistral:
«Sólo quien comparte mi locura entiende mi pasión«.

Por esto si te critican por luchar, ten presente que no saben de qué hablan. Del libro «Educar en la realidad» de Catherine L´Ecuyer.
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