La Eskrima no deja de sorprenderme, más investigo, más practico, más detalles quiero rescatar de un pasado del que ha bebido una antigua destreza que nos dejó hace mucho, un olvido, el del propio arte que no tiene perdón de Dios. Dudo si ésta quiere ser rescatada, son demasiados pocos los que pueden apreciar la belleza que hay detrás de un arte basado en el filo … quizás es ya demasiado tarde, Eskrima aun vive y seguirá viviendo. Siempre hay locos que caminan contra corriente.
Habiendo hablado brevemente en entradas anteriores sobre algunas de las herramientas que sirvieron a construir un siglo de oro en el que si algo brilló fue el arte de las letras y el acero, quisiera pasar a escribir sobre alguno de sus insignes personajes, en concreto de dos que seguro todos conocen por su obra escrita, pero que pocos saben de sus quehaceres dentro del campo de batalla o en la incierta realidad de duelos y lances llevados a cabo en calles perdidas de un Madrid que se confundía en sus propias sombras. Hablo de los ilustres Don Miguel de Cervantes y Don Francisco de Quevedo.
Don Miguel de Cervantes
Hay mucho que hablar de este fascinante personaje tan importante del Siglo de Oro. No quiero centrarme en su biografía tal cual, sino en los hechos que hace que Cervantes me parezca un personaje (nunca más allá de su grandeza como escritor) interesante para este blog que va sobre Eskrima:
En 1569 se instaló en Roma al servicio del cardenal Giulio Acquaviva. Se sospecha que la causa por la que se traslada a Roma es una provisión real, encontrada en el Archivo de Simancas (septiembre de 1569), en la que se ordenaba el apresamiento de un joven estudiante de igual nombre, por haber herido en duelo al maestro de obras Antonio de Sigura. Según el contenido del documento, el culpable fue condenado en rebeldía a que le cortaran públicamente la mano y a ser desterrado del Reino por diez años.
Cervantes entra al servicio militar en 1570. Se alistó primero en Nápoles a las órdenes de Álvaro de Sande para sentar plaza en la compañía de Diego de Urbina, del tercio de don Miguel de Moncada, bajo cuyas órdenes se embarcaría en la galera “Marquesa”, junto con su hermano Rodrigo, para combatir, el 7 de octubre de 1571, en la batalla naval de Lepanto. No está muy claro si llegó a disparar ya que un soldado bisoño no podía usar el acabuz. Es posible que el papel de Cervantes ansioso de batalla fuera ayudar a recargar a los arcabuceros y tirar «piñas de fuego» (algo parecido a un coctel molotk). Por su poca experiencia y situado en plena línea de fuego era «carne de cañon». En la imagen que ahora comparto del gran Augusto Ferrer-Dalamu, podemos ver en una de sus últimas obras a un Cervantes muy diferente al que todos tenemos en mente, espada en mano, deja clara la pasión de este gran escritor del siglo de oro por el noble arte de la espada, años más tarde alabaría en varias de sus obras al famoso Maestro de Armas Carranza.

El cuadro de Ferrer-Dalmau., completo
Recuperado de sus heridas (Cervantes tenía el apodo de «El manco de Lepanto – batalla por otro lado desastrosa donde las hubiera, las cifras imponen mucho respeto: más de 61.000 víctimas, entre muertos y heridos, en tan solo seis horas de batalla), en 1572 se incorporó a la compañía de don Manuel Ponce de León, del tercio de don Lope de Figueroa, dispuesto a seguir como soldado, pese a tener una mano lisiada. Participó en diversas campañas militares en los años siguientes (llegando a obtener el rango de Alférez).
En 1575 embarcó en Nápoles, junto con su hermano Rodrigo, en una flotilla de cuatro galeras que partieron rumbo a Barcelona, con tan mala suerte que una tempestad las dispersa y la nave “El Sol”, fue apresada frente a las costas catalanas por los corsarios. Los cautivos fueron conducidos a Argel y Cervantes cayó en manos de “El Cojo”, quien fija su rescate en quinientos escudos de oro, cantidad prácticamente inalcanzable para su familia, por lo que se vería obligado a permanecer en cautiverio durante cinco años. Cervantes intentó fugarse en numerosas ocasiones sin éxito, hasta que el 19 de septiembre de 1580 los trinitarios fray Juan Gil y fray Antón de la Bella, con las monedas obtenidas de sus recorridos pedigüeños por la geografía española, pagaron el rescate. Cervantes quedó en libertad, el 27 de octubre llegó a las costas españolas.
Cervantes pretendió durante mucho tiempo alcanzar algún puesto oficial dentro del ejército, especialmente en América, pero le fue denegada (su condición de «manco» influía) y nunca le fueron recompensados sus méritos militares.
Continuará…
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