Eskrima; qué tipo de profesor quise ser.

Enseñar Eskrima es quizás uno de los mayores retos a los que me he enfrentado en toda mi vida.

Enseñar Eskrima por «designios del destino.»

Eskrima e historias de mi historia.

Hace nada he tenido una conversación con un amigo, de esos escasos e importantes (aprendes de ellos aunque piensen que es al revés), en la que, además de otras mil cosas, ha logrado tocarme el alma.

Me ha dado caña en nivel pro, pero también me confesaba que le gustaban «ciertos aspectos» (por dar un rodeo a las ideas que trascendieron la charla) de mi forma de enseñar, de ser profesor, o en definitiva de transmitir, él practica Eskrima conmigo y aunque no me crea ser su profesor es un honor.

No estoy muy acostumbrado a los halagos y mi mente empieza a buscar escusas, quizás es esta falta de confianza en mi mismo que me llega persiguiendo toda mi vida la que ha supuesto un límite o un lastre desde siempre.

Como un resorte al que agarrarme, también como un tributo a ese sentimiento de amistad, se me vino a la cabeza una anécdota que le conté acto seguido y que comparto hoy con vosotros un poco más extendida.

Ya sabéis que me gusta ilustrar conceptos de Eskrima con aspectos de mi vida personal.

Empezando a enseñar Eskrima.

Os situaré un poco en el momento «histórico» en el que empezó todo esto.

El proceso por el que empecé a enseñar Eskrima ya os lo he contado en otras ocasiones. Fue accidental y no premeditado.

Nunca pensé en ponerme en la piel de un instructor de artes marciales, menos aun de Eskrima, pero las circunstancias (me había quedado sin profesor) y los proyectos e ideas que tenía para mi uno de mis mentores, Javier Arrieta, hizo que todo se precipitara y 23 años después esté contando una anécdota de cuando y como empecé a instruir en el noble arte de la Eskrima.

Era demasiado joven e inexperto. Practico Artes Marciales casi desde siempre. Tenía 4 años cuando me puse mi primer kimono de Karate y con 20 estaba empezando a enseñar.

Asumo que fue una irresponsabilidad total (que no recomiendo a nadie), sobre todo pensando en un arte como la Eskrima, pero la historia me vino así, por «arte y magia» o por designios del universo. Como buen guerrero me propuse afrontarlo con la mejor entereza posible.

Los comienzos.

En aquella época me encontraba bastante perdido. Tenía mucha pasión y nada de experiencia. No podía recurrir a mis maestros porque estaban lejos, en Los Angeles, y eso me bloqueaba bastante, hay que recordar que entonces no había una comunicación tan inmediata como la de hoy en día.

No sabía qué hacer ni cómo enseñar Eskrima de forma fiable. Todo lo que hacía se basaba en dos ideas; mi intuición y la inocencia del principiante.

Empecé a enseñar. Casi como una carambola del destino, todo comenzó en un gimnasio en el que antes asistía como alumno; el afamado Kuro Obi de Málaga, por cierto, justo de donde salió el primer profesor de Karate que tuve en mi vida con cuatro añitos, Don José, otro quiebro más del destino.

Muchas veces me he preguntado si tanta «causalidad» significa algo, sea como sea y viendo lo visto, no he aprendido aun a leer estas señales «divinas».

Medité mucho donde y cómo empezar aquella aventura. Era un reto que me llenaba de energía, pero también lo sentía como una gran responsabilidad. No se me ocurrió otra cosa y por respeto y admiración fui a hablar con el dueño de aquel gimnasio. Una persona que marcaría para siempre mi camino, al que pretendo rendir homenaje con esta entrada: el Maestro de Karate Paco Camarena.

Cuando me enfrentaba a la idea a dar clase lo único que realmente tenía claro era que mi forma de enseñar, de relacionarme con mis futuros estudiantes y con el arte en sí, debía ser radicalmente diferente a lo que había vivido hasta el momento. No había tenido precisamente las mejores experiencias del mundo y quería borrar todo aquello de mi vida.

El Maestro.

Si cierro los ojos parece que fue ayer. Aquel sitio para mi es muy especial. Yo llegaba de noche, mis clases eran las últimas del día. Al fondo de un callejón abarrotado de coches y motos estaba «el templo» Kuro Obi, uno de los Dojo más antiguos de Málaga.

Estar allí para mi era todo un ritual. Pasabas una cancela negra de puertas grandes. Había un pequeño escalón y el Tatami se mostraba frente a ti tras un medio muro que delimitaba la entrada de la zona de práctica. A la izquierda, nada más entrar, la oficina y al fondo, los vestuarios.

El ambiente, la marcialidad de la gente con la que te cruzabas, las imágenes de los maestros japoneses en las paredes, el sonido con un eco extraño a «nave industrial antigua»… todo lograba transmitir una marcialidad de «arte longevo y tradicional» que jamás he vuelto a vivir en otro lugar.

Ahora, con el paso de los años, la experiencia, el aprendizaje que da la vida, entiendo que gran parte de aquella energía que te envolvía tenía que ver con alguien muy especial.

Aquello, siendo tan joven, me hacía sentir en comunión con lo que buscaba.

Aquel día, no recuerdo bien la fecha, entré como un autómata en el Kuro Obi y casi por inercia volví la mirada hacia mi izquierda, justo delante mía, sentado en su escritorio, removiendo unos papeles, como era costumbre verlo después de terminar una de sus clases de Karate abarrotadas de buena gente, estaba el Sensei Paco Camarena.

Yo era de los que intentaba llegar pronto al lugar de entrenamiento, como profe debía dar ejemplo. Era un momento muy especial para mi, buscaba por todos los medios charlar con Paco y sus alumnos. Era gente mayor que yo, con experiencia y de la que aprender mucho.

Mi grupo era pequeño, un tanto rebelde, poníamos música heavy para entrenar y los antiguos Karatecas, con toda la lógica del mundo, nos miraban extrañados. Todos, o casi todos lo integrantes del grupo original éramos amigos, y todos estábamos medio locos (sobre todo por la juventud del momento).

Rookie style.

Paco me saludó con ese aspecto marcial impecable que lo caracterizaba. Blanco impoluto, aquella mirada que sonreía detrás de aquellas gafas que le «achinaban» un poco los ojos acentuando aun más ese aspecto de maestro de Karate oriental que portaba con total naturalidad y dignidad.

Tras un breve e intenso apretón de manos me preguntó cómo llevaba lo de enseñar. En ese momento yo llevaba tan solo unas pocas clases en su Dojo, era lo que se dice un rookie total.

Haciendo acopio de la confianza que él me transmitía, le comenté la pura verdad: estaba jodidamente perdido. Aprovechando el hueco de que había poca gente al rededor, le continué explicando que «el gran problema que sentía» era que «no sabía cómo ser un buen profesor de artes marciales.»

El trasiego de gente era intermitente. Gente que ya se había cambiado y vestían de calle se acercaban a despedirse del maestro, saludos de camaradería, bromas, chascarrillos de toda clase, un recado que se le había olvidado… la charla con Paco era entrecortada pero fluida, ajustada a la circunstancia del momento.

Así como el que no quiere la cosa, y tras remover los últimos papeles, me miró y con aquella sonrisa aguda de haber sido capaz de leer mi mente, y me soltó así a bocajarro y textualmente algo que cambió muchas cosas en mi interior:

«Mira Jose esto de ser profesor tiene dos cosas; la primera es que si los alumnos no te vienen a clase no te agobies (lo estaba), no pienses que es por tu culpa (justo así es como yo me sentía), tú lo haces todo lo que mejor sabes (siempre dudando de mi mismo), y lo segundo es simple; tú sé el profesor que siempre habrías querido tener».

Ya podéis imaginar como me quedé.

Las cosas siguen sus curso.

Todo siguió su curso como si tal cosa. Después de dar mi clase y llegar a casa realmente exhausto, en la soledad que infiere el butacón del hogar, aquellas últimas palabras no dejaban de resonar una y otra vez en mi mente:

«Sé el profesor que querrías haber tenido».

Tras casi no pegar ojo en toda la noche, dándoles vueltas a la cabeza decidí tomar aquella palabras como un mandamiento. Aquella decisión, tomada cuando aun era demasiado joven para entender de qué va la vida, sigue latiendo en lo más profundo de mi ser.

Ser fiel a uno mismo es una de las lecciones más importantes a desarrollar en este camino de Eskrima, armas y artes marciales.

A los pocos años Paco falleció dándome otra de las grandes lecciones de mi vida: ser valiente.

Lecciones que no se olvidan.

Tuve la suerte de poder ir a verlo antes de que partiera. Una despedida en toda regla. Uno no sabe qué decir cuando no hay nada que decir. Sueñas con la frase perfecta para dar ánimos, pero no existe.

Empiezas a divagar y te faltan las palabras, te sobran las ideas. «Paco, dentro de poco te quiero ver con el Kimono puesto y dando tus clases, dando guerra como siempre».

Él desde esa cama de hospital que había convertido en su Dojo, en su templo, no dejaba de ser marcial ni cuando desfallecía, me dijo:

«Jose la batalla ahora es otra».

Lo dijo tranquilo, sosegado, con la calma que sólo un guerrero de verdad puede transmitir. Me dejó una vez más sin palabras, solo pude sonreír un poco y mirarlo con toda la admiración que pudo desprender mi alma.

Ese recuerdo de valor e integridad ante lo que todos más tememos me acompañará para siempre.

Al poco falleció, por un cáncer maldito, una de las personas más carismáticas, amables, buenos y profesionales que he tenido el honor de conocer dentro del mundo de las Artes Marciales.

Aun se me pone la piel de gallina recordando su funeral en el que todos su alumnos se levantaron a una, se colocaron delante de su Sensei y lo saludaron como se saluda a todo un gran maestro.

OSS !!!


Jose Díaz Jiménez

Jose

Expect the unexpected...

2 comentarios

  1. La piel de gallina me has puesto con este escrito José.

    Esto está escrito con sinceridad y desde «adentro», posiblemente «vomitado» y a bocajarro.
    Así ha salido, tan visual que parece un capítulo de una serie (de las buenas).

    Gracias!!!!

    • Gracias, ha sido tal cual, una charla, sentarme delante del ordenador y vomitarlo todo.
      Me gusta que te guste, un abrazo gordo.

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